jueves, 1 de noviembre de 2012

Halloween

A mi siempre me gustó lo de los disfraces, cantaba desgañitada bajo los ventanales de mis vecinos para que me dieran dulces y en ocasiones lograba llenar fundas de almohada con caramelos de todo tipo. Como la niña enfermiza que era, mi madre siempre me ponía dos o tres camisetas y un jersey debajo del disfraz. Encima no porque "entonces nadie va a saber que estoy disfrazada de elefanta, mamá". Así que yo salía a las calles como un repollo relleno, lista para encontrarme con otros cientos de niños, contenta como nadie en la mejor noche del año.
Recuerdo un 31 de Octubre lluvioso en que con mi disfraz de bailarina o muñeca esperaba junto a la puerta que mi mamá dijera que sí saldríamos. Mi tos y la lluvia: mala combinación. Me parecía tan decepcionante no salir, tan imposible no celebrar con mi traje tan bonito y mi aspecto rechoncho, que mis papás se inventaron un juego dentro de la casa en donde mi hermana, mi primo y yo cantábamos el "triqui triqui" frente a las puertas cerradas de las habitaciones Ellos entonces las abrían como si fuesen completos extraños y nos daban dulces. Jugamos un buen rato pensando que ya no íbamos a pisar la calle cuando, ya bien tarde, escampó. El sirilí que le dí a mis padres hizo que al fin saliéramos, a pesar de la hora, el frío y los peligros callejeros.
A diferencia de ese año recuperado entre las memorias antiguas, este año fue el primero de 30 en que no me disfracé. Ni un maquillaje, ni unas orejitas tontas. Nada. 0 disfraz. Pensando en lo absurdo que me parecía en mi niñez no salir a pedir dulces, y lo que he gozado toda mi vida planeando, haciendo y pensando disfraces, desconozco mi noche de ayer: sola, mal vestida, aburrida. ¡Disfrazada de adulta! Con seguridad el peor disfraz que he usado en mi vida.

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