martes, 18 de septiembre de 2012

Silencios Helados

El estadio estaba a reventar para el clásico. “Esta final es nuestra”, iban diciendo los hinchas rojos; pensaban lo mismo los azules. Con el pitazo de inicio comenzó el furor, los gritos, los toques de vuvuzela. Todo el mundo estaba de pié, volaban los manotazos y se agitaban las banderas. Al terminar el primer tiempo nadie había anotado. La tensión se acumulaba. Ambos equipos estaban dándolo todo y se estaban poniendo la cosa muy difícil los unos a los otros; el desconcierto y las reclamaciones exaltadas abundaban en las tribunas. Los rojos aullaban cánticos demenciales como conjuros para animar a su equipo, los azules gritaban enardecidos sus barras y saltaban al compás haciendo temblar las gradas. Pasada la mitad del segundo tiempo aún los marcadores estaban 0-0 y el ambiente comenzaba a sentirse agrio con tintes de mala zaña. De repente, como por acción divina, el Negro Palomares dio un izquierdazo de esos que lo habían hecho famoso. La pelota se proyectó imparable y atravesó el arco con una fuerza de matar. Entonces la tribuna roja se alzó en una ovación desenfrenada, la gente lloraba, agradecía a dios y le prometía cosas, se arrodillaba, se abrazaba, hacía la ola. En medio del fragor, entre el ruido atronador, los fanáticos azules, estupefactos, apenas respiraban. Atónitos observaban su portería profanada. Un silencio sepulcral se coló entre las bancas congelándolo todo, apagando el ardor fanático, opacando todas las cornetas del éxito, en el fracaso.

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